Salvador Medina Barahona

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El orden es un caos en reposo

In 1, Letras, Arte, Cultura on noviembre 18, 2013 at 14:30

ImagenIMAGEN DE OMAR ORTIZ: PINTOR HIPERREALISTA

 

TEXTO DE SALVADOR MEDINA BARAHONA

 

 

Me he robado esta frase de un libro de J. M. Caballero Bonald y todavía no sé con qué fines: El orden es un caos en reposo.

Solo alcanzo a reconocer que, además del inmenso goce estético que me produjo leerla, sería bueno trabar conflicto con sus raíces de origen científico y/o filosófico (ya esto último es de por sí una tautología escandalosa y empiezo a cabrearme). De modo que ¡al carajo con todo eso! Yo lo que quiero es hacer poesía. O sea, intentar reconstruir, haciéndola ver de algún modo aunque sea precario, la magia que palpita en su interior. ¡Ah frase deliciosamente enemiga y maldita! ¡Ah pedacito de cerebro mío espoleado por la convulsión de su belleza!

A lo mejor, a mitad de camino, o resuelta ya la incógnita de mi cavilación, si es que la resuelvo, me tocará admitir que tuve que echar mano de premisas filosóficas o científicas, disfrazadas de metáforas, claro está, para lograrlo. Entre ser intelectual y ser poeta, me quedo con lo segundo, aunque, de puntillas, entre en la usurpación de los procedimientos silogísticos en pos de adivinar los resortes que disparan el placer del texto. Este texto: El orden es un caos en reposo.

Mucho ruido y pocas nueces hasta ahora. Tal vez miedo a desentrañar, en este ejercicio metalingüístico, una cosa que se me salga de las manos.

Ya entro al quinto párrafo y ahora intuyo que el cabreado es el lector. “¡A ver si te decides, huevasteclas! Pues aún no me entero de qué vas.” (Lo jodido es que yo tampoco.)

Tal vez me sirva repetir la frase, como leit motiv catalizador: El orden es un caos en reposo. 

Reescrito esto, no tengo más remedio que mirar a mi alrededor y comprobarlo en el contraste de cosas que me asedian: Algunas dispuestas en un afán casi neurótico en su sitio. Otras, por el contrario, como desentendiéndose o escabulléndose de su condición de objetos perfectamente insertos en su engranaje pétreo, adoquinado.

Me viene a la cabeza aquello de la higiene mental, de los escritorios limpios como ojo de conejo y me veo haciendo las veces de cachifa hacendosa para crearme el ambiente propicio en el que prospere la realización de los purismos de mi espíritu, aturdido por la ansiedad y las malas noticias: Lugar limpio, neurosis obstinada de la limpieza, con el fin de avasallar el caos de la calle o de mis laberintos interiores en la mesa pulcra, íngrima.

Pero la vida no funciona así. Tantas veces lo he hecho, y tantas veces he fracasado en el intento. Apenas pongo en su lugar las cosas en desorden, siento que traiciono mi natural tendencia al caos. Tal vez en eso resida mi goce, en reconocer que la frase me releva de mi condición de cachifa amaestrada porque, a las finales, cualquier orden posible tendrá que abocarse a la aplastante arbitrariedad de lo caótico.

De modo que hay días en que dejo que el fregador se llene de trastos grasientos hasta el techo, la ropa sucia imite la forma de un cerro de prendas fétidas y grises, y los libros, minuciosamente ordenados en su anaqueles, se rebelen y ocupen, en pequeñas torres despeñándose, los espacios antes militarizados de mi casa: libros encima de la sartén; en el horno de fuego extinto; libros sobre el buró; montañas de libros a orillas de una pequeña mesa en donde corren el riesgo de ser arrasados por el vendaval de mis continuas caminatas de felino libremente encarcelado.

A ratos me sorprendo en la angustia de querer arreglarlo todo; pero me digo: “No seas pendejo, si la vida no es lo que parece y el orden es un asunto de convenciones, siempre y cuando no atente uno, en su desobediencia, contra la ¿tranquilidad? de los otros o, al menos, no se interponga nuestra invasión libresca en su camino.»

Pero como estoy en mi casa y en mi casa hago lo que me da la gana, lo primero que hago frente a ese conato de angustia compulsiva es elevar el trasero y, así, echarme un peo (peo lo que se dice peo, porque pedos dicen los beatos y los frufús) de irreverencia y, tras dialogar con su hedentina sagrada, regresar el trasero a su posición original y decir: «¡oh, boy!, no hay nada más delicioso que las flatulencias como preludio a la subversión del orden; es decir, a la entrada triunfante en el caos.» ¡He aquí el poema! Porque la poesía, según los surrealistas, es un acto: En el peo y la mirada contemplativa y descomplicada del pequeño caos circundante que preludia al indomable caos posterior, hay una especie de levitación trascendente. Me yergo por sobre los milimétricos restos del orden que aún quedan como vestigios de mi neurosis y paso a disfrutar, a gozar, de la dicha dionisíaca de los objetos en desarreglo, caídos, desplomados en el espacio de mi intimidad.

El orden es un caos en reposo. Ahora lo sé mejor que nunca. Detrás, debajo, encima, de lado del orden hay una cierta tensión deseando el desenlace; el estallido; la cosa que nos devuelve al principio de las fluctuaciones holgadas y la placidez.

El orden es como la verga pasiva de un eunuco. Pero aquí se me sale de las manos el poema, cosa temida líneas arriba; porque esa pasividad forzada no genera nuevos caos, a menos que, metáfora fallida, el eunuco recupere los atributos que le fueron cercenados y en ello despierte, oh sueño, su animal alborotoso y alborotado, haciendo fiesta en la boca estremecida de las vacantes.