Salvador Medina Barahona

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El ocio de la cultura, ¿un deber o un derecho?

In 1, Letras, Arte, Cultura on marzo 19, 2010 at 4:09

por SALVADOR MEDINA BARAHONA

Hay países cuya condición de territorios dominados por las fuerzas implacables del mercantilismo los hace padecer el síndrome de la productividad. De hecho, todo parece indicar que la mayor parte del mundo es presa de esta suerte de flagelo, caracterizado fundamentalmente por ir transformando a los sujetos de la producción en objetos productivos que se robotizan en la tarea de incrementar las arcas de un minúsculo grupo. En ello pierden, aunque se les quiera hacer creer otra cosa, buena parte de su libertad. No deja de ser revelador y cruel el tecnicismo horas-hombre, que ayuda a computar con frialdad los salarios de quienes a producir se dedican, sacrificando en extremo su tiempo para vivir y conocerse mejor.

En el fondo, producir no es negativo. Como tampoco lo es la abundancia. Lo negativo está en la práctica de explotación que muchas organizaciones realizan sin el menor remordimiento. Juran que su ética perversa está legitimada en ese documento contractual que establece las relaciones laborales, cuyos firmantes (nos interesa el caso de los contratados) aceptan porque no les queda de otra. Excepciones existen. Organizaciones con mucho o algún sentido ético ofrecen beneficios que mejoran la paga o, al menos, estimulan el crecimiento integral del individuo de cara a más altas realizaciones; pero no es un secreto que, muchas veces, a mayor número de beneficios, mayor condicionamiento de la libertad.

No es que desee propiciar una crítica amarga del sistema económico imperante desde la posición de un resentido. Mientras estuve dentro del juego, hube de ejercer funciones administrativas que me otorgaron algunas ventajas que mal podrían concitar mi resentimiento. Con todo, y pese a que mi lugar de trabajo podría calificar como una de las excepciones que confirman la nefasta regla, siempre hubo ocasiones en que me sentí como un tornillo dentro de un engranaje alienante. Para colmo, Sábato me hacía recordar lo indigno de ser una pieza anónima dentro de un organismo creador de objetos en serie o inductor de comportamientos automáticos “al servicio” de los otros. Si la mía fue una posición aventajada, ¡qué se puede esperar, entonces, de los sitios donde el individuo que “produce” no recibe la más mínima de las consideraciones!

Todo lo anterior me ha hecho valorar grandemente el concepto del ocio de la cultura. Por supuesto que dicho ocio está negado a la inmensa mayoría de los seres humanos, que no pueden darse el lujo de leer un libro, ir a una sala de teatro o, para no ponernos tan elitistas, acudir a un buen partido de fútbol. En su pirámide de Maslow no hay sitio para tales vagancias. Porque así son consideradas por esta sociedad de fenicios las prácticas de un ocio cultural edificante y dador de mejores niveles de conciencia.

No señor, antes hay que poner el pan sobre la mesa, nos mienten (pero, ¡ay!, si no sólo de pan vive el hombre). Antes hay que demorar horas en un tranque descomunal y, cuando se ha llegado a casa, emprender el fragor de los oficios o marchitarse frente a la caja boba, sí, la tevé, con su sol sangriento de asesinatos, golpes, insultos, o con su lluvia de sandeces patrocinadas por el propio sistema que ha incubado objetos productivos allí donde debería haber sujetos, seres en propiedad.

Pan dijimos, y circo, pero recuérdese que el pan no lo regalan, que antes hay que poner el pan sobre la mesa, nos mienten, gastar todo el día en ello si es posible; aunque el circo sí, ese sí que viene gratis, a todas horas, y a qué precio.

Ser culto, aspirar a la cultura en medio de semejante agenda de productividad se ha convertido en un reto. Ser agente creativo o promotor de cultura, en sinónimos de vago. El plomero viene a tu casa y te cobra sin pestañear. El escritor publica su libro y media humanidad quiere que se lo regale. ¡Cómo ponerle precio a algo que ha producido un vago! Es triste, pero así operan los valores de la contracultura. Y, salvo que sirva a sus intereses, el artista, el agente creativo y cultural, siempre será señalado como un paria. Los ingenuos miran y le hacen el juego al sistema. ¡Sí, ese es un paria!, repiten.

En cuanto a quienes son separados de los productos culturales por una línea de mala intención, comprendo que deben considerar tres puntos a la hora de la reconquista de esa libertad que les ha sido denegada. Lo primero que deben saber es que la han perdido. Lo segundo, que es posible recuperarla. Lo tercero, que sólo con ella pueden aspirar a una mejor calidad de vida, enriquecida con elementos intercambiados en la convivencia cultural, donde las artes, las letras, las manifestaciones folclóricas y el deporte se constituyen en algunas de las vías más expeditas.

Muchos afirman que el mejor modo de vida que conocemos hasta el presente se verifica en los sistemas democráticos; pero me temo que la demagogia y las injusticias, tanto como la corrupción de los que detentan el poder y el adormecimiento de los ciudadanos, están tirando por la ventana esta premisa. La democracia no está garantizando los derechos mínimos en muchos países y el ocio de la cultura es, entre ellos, un sueño inalcanzable.

Pero si esa abstracción llamada democracia se concretiza, en parte, en seres de carne y hueso que han de cumplir con sus deberes ciudadanos, tal vez uno de los primeros deberes sea el de exigir los derechos que le son inherentes: La Cultura en su concepción más elevada y participativa debe figurar entre ellos. Figurar y configurarse en acciones muy pero muy concretas, en las que aquéllos sean partícipes, como agentes creativos, gestores o destinatarios.

Los órganos estatales tienen la obligación de hacer prevalecer las condiciones para el ocio cultural a la par y más allá de la satisfacción de las necesidades básicas o de subsistencia. Digo más allá porque ya nos hemos vuelto doctos en subsistir. De seguro hallaremos el ingenio, la creatividad para procurar un balance entre generación de ingresos dignos y tiempo para las cosas del espíritu. ¿Qué ser humano florece en la amargura de ocho horas que son doce que son dieciséis que son dieciocho? ¿Sobre todo, si sumamos a la encerrona laboral mal pagada los tranques descomunales y el pésimo sistema de transporte público que, por ejemplo, impera en una ciudad como la nuestra? Si la preocupación primitiva por el pan es lo único que acompaña a los que mantienen en pie las empresas, si en ese afán no hay sitio para el descanso, mucho menos habrá sitio para el ocio en el que florece el individuo.

Las corporaciones deben, de una vez por todas, acabar con su doble moral de creadoras de oportunidades y carceleras de la libertad. ¿Vivimos en una sociedad libre? ¿La libertad que invocan los señores empresarios a la hora de cerrar filas en beneficio propio es la misma que garantizan a sus “empleados”? ¿Tienen los señores empresarios al menos una biblioteca en su organización en la que sus trabajadores o colaboradores puedan acceder, en horarios convenientes para ambas partes, al mundo de los libros? Las preguntas pueden ser más irritantes. Pero hasta aquí las dejo.

Nota extraída de: http://www.pa-digital.com.pa/periodico/edicion-actual/dia_d-interna.php?story_id=898370&edition_id=20100314#ixzz0iZI2NGo7
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