Por SALVADOR MEDINA BARAHONA
“¿No pertenecen legítimamente al poeta todos los logros de sus predecesores y contemporáneos? ¿Por qué debería abstenerse de recoger flores donde las halle? Sólo al apropiarnos de las riquezas ajenas logramos algo grande.”
Goethe
Caso insólito en nuestra Poesía, Javier Alvarado se ha convertido en nuestro más connotado ladrón de fuegos. Tanto, que a ratos el lenguaje de los otros lo excede y su voz tiende a diluirse en un discurso saturado de voces antiguas y nuevas. Lenguaje que es sacudido por el seísmo de las riquezas de una tradición que pugna por rebelarse contra sí misma, vertiéndose en la genialidad de creadores (o recreadores) que, como Alvarado, subvierten la realidad; o gestan, a veces sin comprenderlo, una realidad nueva. O, cuando menos, una reescritura valiosa de la realidad que los circunda.
Pero hay quienes le imputan a Alvarado su delito de hurtar algunos de los fuegos más imprescindibles de la creación. Otros le objetan su tenacidad libresca y barroca junto a un escaso repertorio de desnudeces líricas. La mayoría se confiesa perpleja ante el poderío versal de su palabra. Algunos no dan crédito a su madurez precoz o se incomodan con el tratamiento de temas que, dicen, le son ajenos por cuanto no parece haberlos experimentado. La lista podría seguir. Pero pocos se atreven a negar su lugar en nuestra Literatura. Porque, a pulso, luchando con y contra la pulsión del lenguaje que lo habita y lo impele, se ha dejado notar al servicio de una revuelta en apariencia ininteligible, como lo son ciertas revueltas fundamentales, con la promesa de hacer cimientos y levantar estructuras personalísimas, únicas, libres, capaces de hacer historia: Estamos presenciando el ascenso de un poeta fuerte, con la energía para inducir un punto de inflexión y, en consecuencia, establecer nuevos hitos.
Puede que, en efecto, el lenguaje al que Javier Alvarado le sirve haya motivado, de suyo, la repulsa discreta y airada, y las imputaciones. Pero, ¿qué es la Poesía sino lenguaje, a un tiempo filia y fobia, amor y repulsión por las palabras? Lo que le ha sido objetado como una confusa emanación de verbos e imágenes poco a poco se ha venido convirtiendo en una liberación de fuerzas ocultas, y, por lo tanto, incomprendidas. Que no es lo mismo que decir incomprensibles, porque, aunque sea por la magia del ritmo, que a él nunca lo abandona, o por el imperio emotivo de la atmósfera del poema, dan lugar a su aprehensión, a su asimiento, a su lectura con el visor de los sentidos más agudos y excelsos, a su elucidación conspicua.
Dicho lenguaje, prosperado en los desplazamientos caóticos de las ideas y los signos, más allá de lo a veces, por qué no anotarlo, transitable; lenguaje vertido en una ambigua cuando no desgarbada exposición sintáctica, está generando las claves de su propia auscultación y comprensión. Sólo los poetas excedidos por el lenguaje, conmovidos y compelidos por su fuerza; sólo los que se atreven a ser continentes de su contenido apabullante y majestuoso; sólo ellos, son librados en el camino por la presencia de una suerte de universo único que los hace duraderos. Son ellos, a veces, su propio universo, y, con los años, se convierten en su propia influencia.
De modo que en su misión de agente conector entre el Universo, con mayúscula, y la página en blanco, que habría de ser leída como un mapa de sinuosas geografías, Alvarado triunfa y se aleja notoriamente de los lugares comunes que empobrecen la manifestación poética del existir.
Robar fuegos es, tal vez, la más poderosa herramienta para conocerse, saberse único (no he escrito “mejor” sino “único”; ¡hartos estamos de los “mejorquetodo”!). Porque o vamos de nosotros hacia los otros, o, en contra vía, vamos de los otros hacia nosotros mismos. Es decir, al reconocimiento de nuestra huella dactilar, valga aquí la imagen.
Lo interesante es ver cómo un poeta da testimonio de su hazaña. Cómo va como un Prometeo encadenado recomponiendo el mito, en procura del fuego que ha sido posicionado en la más alta antorcha. Lo que fascina, tal vez, es el modo en que se hace o se rehace el lenguaje en la ruta de exploración; la gesta más que lo gestado, aunque hacia ello se dirija; el ritmo más que su lugar de extinción, de dimisión, de eclipse.
Construir una obra, construirse o reconstruirse en una obra, no es fácil. No se trata de recriminarlo al lector. Pero no es fácil. A veces toma toda una vida. Muchas construcciones quedan a medio palo, a medio erigir, a medio caminar. Otras se realizan, soberanamente. Todas, truncadas y soberanas, confluyen en el mar del que abrevamos autores y lectores, al que algunos buzos osados arriban para en él sumergirse y hurtar y portar, entre las humedades de sus dedos, el silabeo de una llama que también puede ser vista y alcanzada en su sima más abisal y temible.
Sea que la llama esté en el ápice de la antorcha o en el humedal profundo de las espumas, habrá que tener valor; habrá que desafiar vientos, tormentas, oleajes cada vez más fieros. Padecer la soledad de los incomprendidos. Sortear la minusvalía y el resentimiento de los envidiosos, de los que no llegan.
Javier Alvarado fue dotado con las alas y/o los remos para emprender una épica enorme con el lenguaje. Nadie puede dudarlo ya. Sus braceos habrán de ir llevándole a fondos o cumbres más seguros. El exceso de equipaje habrá de ser botado cuando la naturaleza de su vocación se lo indique. Se ha corrido un riesgo, pero de seguro esa naturaleza, límpida en su barroquismo, se hará manifiesta. La maestría de la que va siendo dueño hará su diciembre no antes de la hora indicada, sino en el momento justo: En diciembre. Los impacientes tendrán que aprender a esperar.
La buena noticia es que su nuevo trabajo, Carta natal al país de los locos (Poeta en Escocia), recientemente premiado con una dignísima Mención de Honor del Premio Literario Casa de las Américas (trabajo hermoso y monumental que he tenido el privilegio de leer), nos indica que estamos en presencia de un poeta más realizado, de un ser humano más libre, de un instrumento de la majestad del lenguaje que empieza a poner las cosas en control. Se nota capaz el poeta de instrumentar el lenguaje, instrumentándose, de paso, a sí mismo, de dialogar con él, de conquistarlo en la antesala de una nueva etapa creativa. Si antes Alvarado ha dejado decir, ahora se deja decir. Dice él más que los otros. Aunque los otros aún pueblan las inmediaciones de su textualidad. Se ausculta el poeta. Se depura. Está él más presente en sus versos. Se muestra lírico, conmovedor, poderoso en su indefensión más sublime. Cercano en la emoción de una tragedia familiar que debía versificar con la humildad y la soberbia de sus palabras.
No gratuitamente su libro destacó entre los cerca de cuatrocientos manuscritos que participaron en aquella importantísima justa continental. Un selecto jurado conformado por la argentina Graciela Aráoz, el colombiano Jotamario Arbeláez, el chileno José María Monet y el cubano Marino Wilson Jay ha coincidido en valorar una obra que sobresale “por su hondo lirismo que ofrece una visión de contextos europeos a partir de la visión de un poeta latinoamericano”.
Panamá y sus poetas, la Poesía misma, están de fiesta. ¡Estamos de fiesta! ¡Felicidades, Javier! La Poesía es contigo.