Salvador Medina Barahona

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La travesía y la palabra

In 1, Letras, Arte, Cultura on septiembre 11, 2010 at 7:54

PREMIO NACIONAL DE LITERATURA RICARDO MIRÓ 2009 (poesía)


Por MAGDALENA CAMARGO LEMIESZEK

“Pasaba yo por los días”, de Salvador Medina Barahona, es un poemario en el que la temática central abarca con deslumbrante profundidad diversas aristas de lo existencial, mediante un planteamiento que posee increíble autenticidad, madurez y vigencia; en el que además se yergue la palabra bella, columna primordial de la poesía, manteniendo la línea indispensable de la comunicación porque los poemas no son palabras echadas al azar sobre una mesa, es necesario que transmitan, que digan algo. Haciendo referencia al título, es necesario mencionar que el concepto de los viajes se encuentra entre los tópicos más arraigados en el ser humano, es el tránsito por las cosas y la vida, y este ha sido uno de los temas paradigmáticos de la literatura universal desde la antigüedad: el hombre que emprende el viaje de descubrimiento, que no posee nada, salvo lo andado, que renuncia a todo a cambio de la libertad de las migraciones; porque el viaje es también un credo, una filosofía, una entrega. Pasamos por los días, pasamos por los otros, pasamos por el amor, pasamos por la muerte, y con este poemario emprendemos un viaje impetuoso por medio de la poesía. Si me preguntaran con qué cosas me deja este libro, afirmaría que perdura una sensación de encontrarse a sí mismo, sin equipajes, sin pasaporte, sin rutas trazadas en el mapa, con la única seguridad de que es la hora de andar, y ya, a punto de emprender la travesía, la palabra se transforma en barca, en tren, en los pies que nos llevan hacia adelante, hacia el interior de ese espejo que el poeta pone frente a nuestros rostros, conteniendo nuestra humanidad y nuestra divinidad, nuestra vida y nuestra muerte.

Pasaba yo por los días” es un poemario cuidadosamente estructurado en tres partes, la primera parte, o bien la primera estación de nuestro viaje, se titula “Elegías del agua”. Aquí el agua emerge desde la palabra y la palabra se transmuta en agua, contemplamos, a beneficio del poemario, su fluidez, su ritmo, su fuerza natural y sobrenatural que arrasa y reconfigura, que lava y que alivia. El agua es también la furia, el ardor, el símbolo de la sed y de la búsqueda, el horror de eso que nos falta, de eso que perdimos: “Sé que el agua es apenas una alucinación,/ un horror en la ausencia.” Porque estamos sedientos y buscamos esas aguas definitivas que han de saciarnos, y que bien podrían tener la fatalidad de un espejismo, o aguardarnos con el consuelo absoluto: “El agua era una ecuación de soles,/ un cálido universo que nos bastaba. ” Esta es la primera parada de nuestro viaje, y el poeta ha escogido con acierto uno de los elementos naturales más simbólicos, que puede poseer los perfiles más disímiles, pues el agua puede ser desastre y bendición al mismo tiempo, es cruel y generosa, bestia y deidad, omnipresente y necesaria …¿quién no temió a las inundaciones o a la violencia de los temporales?, ¿quién no corrió bajo la lluvia o cedió al embate de las olas, o sucumbió a la calma del estanque y a las corrientes de los ríos?: “Todo lo poblaba el agua, todo lo ardía./ Todo buscaba la oscuridad ante su fulminante industria”. Pero la última huella de esta primera travesía, esa frente al agua que puede ser la vida, nos deja con la sensación de haber buscado sin hallar, de haberla tenido en las manos y no poder evitar que se derramara, de ir tras ella y sus flujos sin poder llegar a encuentro alguno: “Siempre escapando, agua,/ como el que huye de un suelo, perseguido”.

La segunda estación es la que da el título al libro: “Pasaba yo por los días”. Nos ofrece un recorrido vital plagado de conflagraciones, caídas, enfrentamientos con la noche y con la sombra, la búsqueda de la libertad en el poema, el hombre y el mar, y ese tránsito por los rieles del tiempo, la temporalidad como esa médula incrustada en nuestro centro, rigiendo cada paso: “A esta hora debo estar en las distancias.// Nazco, solo, como el primer hombre,/ arrullado por las fieras”. El hombre es ese animal sombrío, que anhela el viaje, la lejanía, y es consciente de su propia soledad, de la grandeza y las limitaciones de ese encierro que implica estar solo: “Nada más alto que la soledad.// Sólo al caer se nace”. Al leer el poemario es inevitable, además de alucinar con la bien lograda precisión del lenguaje y las imágenes, encontrarse invadido de preguntas: ¿es al final la muerte el último destino?, ¿cuál es el motivo por el cual fuimos arrojados a este viaje constante? Y sin respuestas, nos descubrimos casi condenados a errar en una travesía que empezamos y a la que estamos atados desde el nacimiento, desde el primero de nuestros días. El poeta, cuya voz nos hace sentir que sabe algo que nosotros ignoramos, medita, casi parsimoniosamente, con esa única certeza de que nos aguarda en este itinerario: “A veces medito en los cementerios./ Comulgo su paz:/ Limo las uñas de los muertos”. Más adelante nos encontramos con este poema originado desde la más peculiar y maliciosa de las sabidurías: “No otra cosa es la vida:/ Un oleaje, una ruptura, una irrupción, un ascenso.// Me lo ha dicho el diablo,/ que tan viejo es.” Y esta definición de la vida implica siempre movimiento: la oscilación, la caída, el ascenso. No podemos vivir desde el reposo ni la inercia. Vivir es andar, y decir que pasamos por los días, suena casi tan natural como decir pasamos por las calles, pasamos por las plazas, pasamos por los parques, porque en realidad ¿cuán diferentes son los días de las avenidas, de los callejones, de los caminos? Los días, como las calles, podrán estar inundados por las multitudes, o terriblemente solos; podrán ser largos, prolongarse invariablemente; los días, como las calles, podrán ser sombríos y sucios; violentos o tranquilos; podemos perdernos en los días como en la calles, no saber a dónde terminan, a donde conducen realmente. Los días se muestran como ese sendero de diferentes paisajes, de inciertos horizontes.

La tercera y última estación de nuestro recorrido poético se titula: “Agenda para el último viaje”, y es una cuenta regresiva que se inicia con el número 8, número que casualmente nos recuerda al símbolo del infinito. Estas son las palabras que inauguran la última etapa de nuestro viaje, y que ya en este punto fluye paralelo con el viaje del poeta: “Partiré/ hacia la última estación posible;/ allí donde mi huella/ es una con mi rostro,/ mi camino,/ uno con mis pies,/ mi palabra,/ una con el silencio”. El viaje se revela, además, como un ardor, un padecimiento; al final se presenta la revelación de que se ha sido mucho, todo menos aquello que se esperaba; y el poeta nos conduce: “allí,/ donde todo y nada/ son la misma palabra/ que nos une”.

Hemos abordado un tren en el que el tiempo cede a las rupturas, y podemos encontrarnos al poeta en un estado de afirmación y de plena conciencia como ente creativo, un creador de mundos para los otros. Además, cabe destacar que de todas las secciones del libro, es esta de donde se desprende el mayor erotismo: “Ya me dirán las niñas hermosas en el vagón/ que sus tobillos/ empiezan a tener el color abismal de la belleza.// Yo, otra vez bajo el asombro,/ niño también,/ les besaré sus dagas/ y espesuras.”

Podemos observar que es una de las secciones escritas con mayor visceralidad, posee imágenes llenas de fuerza, firmes como un puño cerrado, la palabra se aniquila, no existen credos y “la única afirmación, (es) lo imposible”. Se percibe un tono poético lleno de angustia y de reclamos, pero el poeta sigue ofreciéndose como un espejo en el que la búsqueda de los otros es posible. Y en el que uno es también capaz de mirarse como un dios, como un demonio, como un hombre. El cierre del poemario sugiere un nuevo viaje: es cierto, es la última estación, es el tren que se detiene, el umbral aguarda y el poeta se levanta, ya habremos nosotros de seguirle.

Por último, es pertinente agregar que en materia de estilo este es un libro que se vale de poemas breves, que asume ese riesgo y que resulta victorioso porque el peligro de los poemas cortos es que pueden dejar en el lector la sensación de quedar colgando de algo inconcluso; y por otro lado, la ventaja es que, bien ejecutado, como podemos ver en el libro, un poema corto tiene esa potencia del impacto, es como un puñal cuyos filos estremecen.

Leer “Pasaba yo por lo días” es entender que la poesía es brújula y es hemisferio, la palabra es movimiento, es camino, es horizonte. La poesía es un remo, es una rueda, es un motor, es combustible. Todas las cosas que este libro nos entrega y nos muestra, y sobre todo la altura con la que logra llevarlo a cabo, me permite atreverme a asegurar que constituye un referente indispensable dentro de la literatura panameña contemporánea, un viaje al que debemos atrevernos, y puede ser incluso un viaje que ya emprendimos desde hace tiempo, sin darnos cuenta.