Salvador Medina Barahona

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Un universo personal riquísimo

In Sin categoría on marzo 10, 2014 at 12:53

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 POR DANAE BRUGIATI

A lo largo de mi aprendizaje con estudiantes de español como segunda lengua o como lengua extranjera, que provienen de muchas culturas, he escuchado de ellos reiteradamente que la más hermosa expresión que han oído jamás en lengua alguna para expresar el nacimiento o parto es “dar a luz”.

El autor de este libro de poemas que hoy nos convoca se da a luz y da a luz a “Pasaba yo por los días” y en tal parto hay elementos característicos del proceso: contracciones, dolor, rompimiento, descenso y ascenso, aguas…

Así como en la fotografía de la talentosa fotógrafa ucraniano-panameña Kat Yurchenko que luce la portada, el poeta yace en el inicio desnudo, pegado a la tierra, vulnerable; pero a pesar de ello creyéndose un dios que en su aparente “no hacer” es delatado por el humo del cigarrillo en línea vertical que denuncia la volcánica y evolutiva actividad del cerebro incansable, vívido y paciente que junto al impulso onto-creador de su sensible y atormentado espíritu, dan a luz la vigente y existencial composición estética de sus versos.

Enseguida en el vestíbulo de esta acrática estructura poética nos reciben con sus sabios análisis y comentarios tres obreros contemporáneos del quehacer artístico: Manuel Orestes Nieto, escritor panameño quien, entre otras distinciones nacionales y extranjeras, ha obtenido cinco veces el premio Nacional de Literatura Ricardo Miró por su excelente obra poética y que como corolario de sus comentarios dice que “Pasaba yo por los días constata, en propuesta y tallado literario, en territorio poético y canto limpio, que estamos sin duda, ante un representante insigne de la poesía panameña contemporánea, con oficio y vocación a cuestas y a conciencia”.

Magdalena Camargo Lemieszek, dos veces ganadora del concurso de poesía «Gustavo Batista Cedeño”, y quien además es otra panameña con el peso y la responsabilidad de dos patrias a cuestas pues nació en Szczecin, Polonia, en 1987, es quizá en esta vivencia de ser viajera desde la ternura y antes de nacer que encuentra en esta obra de Medina Barahona “una sensación de encontrarse a sí mismo, sin equipajes, sin pasaporte, sin rutas trazadas en el mapa, con la única seguridad de que es la hora de andar, y ya, a punto de emprender la travesía, la palabra se transforma en barca, en tren, en los pies que nos llevan hacia adelante, hacia el interior de ese espejo que el poeta pone frente a nuestros rostros, conteniendo nuestra humanidad y nuestra divinidad, nuestra vida y nuestra muerte”.

De aquí, Jairo Llauradó, escritor, pintor, diseñador y diagramador panameño, nos ofrece su visión valorativa desde el dantesco descenso a los infiernos del poeta al llamar la atención sobre su sufrimiento pasando por las elegías del agua, creación y muerte; por el viaje, el ir al entendimiento, y la liberación de la culpa y lo superfluo, para determinar que “Pasaba yo por los días refleja, así, la crepitación de quien completamente vive, de quien ha descendido y vuelto de los infiernos, de quien lo asume como lo que es: Poesía.”

Ahora el autor, con toda la fuerza del polisémico elemento agua, nos introduce de un jalón en su profunda sabiduría impersonal, nos lleva a la inmersión, allí donde él y nosotros llegamos al estado inicial, en sensitivos giros de pureza, dolor, aprensión y rabia, al renacimiento, a la renovación.

Este elemento, el agua, de diverso y complejo campo semántico, representa la plenitud de posibilidades, el surgir primigenio de todo lo que existe; es su materia prima y el poeta maneja con habilidad su masa informe, no diferenciada, y nos lleva a enfrentarlo en torrente de renovación física, psíquica y espiritual. Con los otros elementos construye, nos construye, desde las primeras etapas de la evolución telúrica. Pero subraya que también reviste potencia destructora.

Y desde este contraste de vida y muerte, de creación y destrucción, el poeta nace a la intuición genial y acierta con singular propiedad entrelazando estas cualidades hasta lograr una armoniosa unidad de gran eficacia poética. Es su agua la que nos introduce en la corriente-viaje que camina hacia el destino final y así nos pasa por nuestro tiempo-vida a través de los diferentes niveles representados en los conceptos simbólicos de su expresión: origen, temporalidad, monotonía, muerte, y sus versos alimentados por la fuerza de su ingenio son capaces de desplegar un universo personal riquísimo y una voz propia, reconocible en cada uno de ellos y a medida que avanzamos en nuestro viaje por los días, por las años, por la vida misma, estos, sus versos, en los que cada palabra abole el poder de la oscuridad y de lo tenebroso, adquieren nuevos significados gracias a la riqueza imaginativa y a las atrevidas construcciones sintácticas que subrayan su carga dramática; en los que su voz desnuda el alma y la lengua hasta dejarlos en su esencia. Sus silencios y la minimización aparente penetran el lenguaje y causan un efecto visual contundente al ocupar poco espacio en la amplitud de las páginas.

Escatológico y dramático es también el camino que habremos de recorrer sin ella, sin el agua. Su ausencia nos lleva al espanto de la sed y el poeta monta en cólera y rasga el tiempo con el claro sentido ecológico modernista que yo quiero ver en su anatema: “Alguien impone esta sed./ Alguien le quita a los pájaros y al aire/ su cuerpo de agua./ Alguien decreta sequías/ donde los labios abundan y se cierran./ Lanzo a su rostro mi saliva de polvo/ como una maldición.” (…) “Enemigo del agua y de sus cauces,/ ánima aciaga,/ sabrás medir el peso/ de esta imprecación:/ Lo que nos quitas te lo quitas. Serás/ fuego maldito y arderás en la sed.”

El canto segundo es el viaje al sentido de nuestra existencia, a la intensa búsqueda del hombre por encontrar el verdadero significado de la vida, de la inmortalidad desde el punto de vista existencial, desde la perspectiva terrenal y psicológica. Peregrinación y búsqueda en los que de cierta manera encontramos no solo el fin, sino el principio y el origen de nuestra vida. Es la muerte quizá ese territorio en que el ser humano logra armonizar y equilibrar sus deseos y emociones y por ello el poeta no señala un sitio, un lugar, sino un estado de sufrimiento en el que avizoramos el final, pero que además puede dar paso a una nueva oportunidad. Es también la voz de la ausencia que clama a la memoria de los que han partido.

En el canto tercero, con genial destreza el poeta utiliza una criptológica regresión numérica, para dar sentido y significado nuevamente a los elementos creadores: el aire, el agua, la tierra y el fuego; a las cualidades andróginas de su creación; al bien y al mal presentados en un juego de exploración de las raíces, condiciones y mecanismos de la significación universal. Para representarnos clara y casi gráficamente la evolución final de su pensamiento, el poeta se vale de los números como mediadores, como vehículos sígnicos, a la vez poéticos y lógicos. Desde el ocho, ley de causa y efecto que se reproduce ad infinitum, se mueven energías que circulan en él como dentro de un reloj de arena que medirá cuando “Volveré de los días/ en que conocí el infierno,/ ese otro sitio/ habitado por mí,/ creado por los otros/ y por mí.”

Hasta llegar al cero, el punto de partida y llegada, el círculo permanente en infinita regresión, círculo en expansión ilimitada de las vibraciones y de las energías, que progresan en el seno del espacio y del tiempo. Es el punto desde el cual se inicia el conteo del tiempo. Es el momento anterior a la concepción y el momento posterior a la muerte. Es lo invisible. Es lo infinito:

“VOY, SIN DUDA VOY. EL SILBATO SUENA./ La última estación se anuncia:/ Aquí abandono mis pies,/ aquí vuelvo a mi rostro./ Como una brisa/ entre las grietas de una montaña,/ cruzo el umbral./ ¡Y me levanto!”