Salvador Medina Barahona

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La Esfinge y el Querube Protector

In Letras, Arte, Cultura on febrero 14, 2010 at 1:03

Por SALVADOR MEDINA BARAHONA

Tomaré prestadas, para mi conveniencia, y confío que para la de mis lectores, algunas ideas del polémico, no siempre acertado, pero sin duda brillante Harold Bloom. Ideas que me asistan en la tarea de reflexionar, aunque sea brevemente, sobre un hecho notorio: La reciente concesión del Premio Honorífico de Poesía “José Lezama Lima” 2010 al poeta panameño Manuel Orestes Nieto; léase, a su libro compilatorio El cristal entre la luz, suma magna de sus cuarenta años de escritura.

Antes, es útil consignar que este premio, concedido por la Casa de las Américas (El Vedado, Cuba) a una obra editada, es uno de los reconocimientos más emblemáticos a los que pueda aspirar un escritor del ámbito hispanoamericano. Lo que, en el caso de nuestro poeta, viene a confirmar lo obvio: Que la justicia poética existe y hace sus dictámenes a favor de los legítimos entes del lenguaje. Es decir, a favor de quienes, creyendo elegir, fueron elegidos como los alfareros prominentes de una compleja misión de reagrupar -dar molde, ad infínitum- a la masa aluvional de caracteres, símbolos y silencios que es, lo escribo otra vez, el lenguaje.

También resulta útil a las nuevas generaciones de lectores señalar que ha sido, precisamente, Manuel Orestes Nieto el único panameño en adjudicarse el premio de Poesía del Concurso Casa de las Américas por un libro inédito: Dar la cara; hace más de tres décadas. De modo que, si el galardón concedido en 1975 a ese libro puede ser considerado como el primer paso en firme para la consagración internacional de este poeta memorable, no sería una aventura afirmar que ahora, en 2010, el premio honorífico a la totalidad de su obra nos sugiera que estamos visualizando el escenario en el que se materializan, a plenitud, las predicciones lanzadas a la publicidad por el Oráculo del Tiempo: Avezado siempre en los temores de muchos; sabio, 35 años ha, en la conciencia de los que confiaron.

Bloom señala, en su disquisición sobre el Clinamen o Equívoco Poético, que la Esfinge (eso que los entendidos llaman la Escena Primordial) “se encuentra en el camino de vuelta a los orígenes, y el Querube (eso que es señalado como la Ansiedad Creativa o el ‘agente que impide el paso y obstruye la creatividad’) [por su parte se encuentra] en el camino hacia delante de la posibilidad, si no del cumplimiento.”

Sostiene el crítico que “La Esfinge confunde y estrangula y se rompe al final, pero el Querube sólo protege, sólo aparece para obstaculizar el camino, sin poder hacer otra cosa que ocultar. Pero la Esfinge -continúa- está en el camino y hay que apartarla. No resolver el enigma -sentencia- es propio de todo poeta fuerte cuando emprende la búsqueda. La elevada ironía de la vocación poética consiste -nos dice- en que los poetas fuertes pueden llevar a cabo la mayor de las tareas y fracasar en la menor. Apartan la Esfinge pero no pueden descubrir al Querube.” Líneas abajo, Bloom agrega: “Los buenos poetas dan zancadas poderosas en el camino de vuelta…, pero muy pocos se han mostrado dispuestos a la visión. Descubrir al Querube no requiere tanto poder como persistencia, ausencia de remordimiento, una constante vigilia…”

Sospecho, asido de esta genial alegoría, que Manuel Orestes Nieto asiste a ese instante de eternidad en que, tras la vuelta, esto es, tras el apartamiento y/o el rompimiento de la Esfinge, que intentó, como contra todos los grandes poetas, “confundirlo” y “estrangularlo”; sospecho, digo, que se ha abierto paso en el Magno territorio de la Creación. Amplío: El autor de El cristal entre la luz es recibido y admirado por la Otredad en una suerte de Consagración pública, a gran escala, de su ejercicio creativo, visionario, vigilante. Ejercicio accionado en soledad, que lo hubo de llevar, sin duda, a necesarios, y, de seguro, más íntimos momentos de comunión. De la vigilia diaria, comprometida; a ratos dolorosa, a ratos silente; útil en la toma de conciencia de un país, de un mundo, de un universo; de ella, pasa a ser sujeto, ante la mirada de los otros, de esa visión estelar a la que alude Bloom.

El poeta ha dado su zancada. Ha hecho trizas la Esfinge. Lo que destruye se convierte, ipso facto, en el último renglón de su libro. Que es el primero de la posteridad; vista aquí, ahora, en la celebranza (celebración que es danza) de un hecho causal, construido, artesanado en el pudor de la sombra y su elegía.

El ciudadano que ejerce de hombre sensible y de obrero de las metáforas y los testimonios se ha elevado con la pértiga de una ilusión capaz de perder su nombre, de convertirse en acto, en Maestría que perdura.

Ha ganado el poeta sus gafas mayúsculas, ¡sus Quevedos!, ante una multitud en la que habrá de encontrar congéneres que lo quieran y lo aplaudan, y, por qué no decirlo, criaturas que, indiferentes o divergentes con la Poesía, o su Poesía, lo odien y lo abucheen.

Comprende, así, que su labor visionaria genera una reacción dialéctica. Y, en este comprender, los viste, los Quevedos, con la humildad del sabio. Ya nos lo podríamos imaginar: Su frente imantada de palabras. Su mirada descubriendo lo oculto. Sus ojos enfrentando al Querube Protector de un Fuego que ha sido reservado para los que lo saben cuidar y compartir. Como él. Hijo predilecto del lenguaje. Padre de unos hijos que lo harán posible en su lectura equívoca y, por ello, múltiple, fugaz; nueva en cada intento.

No se puede cometer Poesía y quedar en libertad. La libertad del poeta grande es ilusoria. Las palabras son los barrotes de su celda. El amor que manifiesta con ellas y la violencia que hace germinar en su ofensiva contra los impostores, ambos, son la prisión a la que acude voluntario, no sin dudas, no sin miedos, no sin querer escapar alguna vez.

Su caminar, de manos de la magia de la Poesía, es su pasaporte hacia la liberación ulterior. Su llegar, el punto de partida, el origen hacia lo ignoto; otra vez. Otra vez.

Su descubrir es, en suma, la tea legitimada en que arderán sus ojos y su voz, en que se hará más notorio su silencio (recordemos que, sin él, el sonido, el canto, es imposible).

Manuel Orestes Nieto es canto actual, sonora melodía atravesando el tiempo. Nombre que es noticia. Eso es. Biografía vigente que es palabra emocionada. Lengua en afán y en gloria.

Vigilante mayor es. De un conglomerado de vigías que lo asisten en el oficio de despejar el camino hacia la Verdad, o, al menos, hacia un sagrado tipo de certeza; hacia el cumplimiento.

Porque algo es claro. No puede, quien ha visto esplender un cristal roto entre la luz, dejar de someterse a la tarea de vigilar. Liderando. Como él. No sea que el Querube, custodio de la Más Luz, bestia hermosa y alada en los extravíos de la búsqueda, urda, como antaño, su penumbra sobre los que vienen.

La enfermedad y el amor

In 1, Letras, Arte, Cultura on febrero 14, 2010 at 0:44

A Pedro Crenes Castro, Marga Collazos Ballesteros,
y a sus dos perlas, Lucía y Aitana, en Madrid, con gratitud.
A todos los que elevaron sus oraciones por mí, a los que
oficiaron sus conjuros contra el hechizo, a los que cruzaron
el océano en la telefonía del aliento, o a los que simplemente
callaron y esperaron con Amor. Yo guardo sus nombres.

Por SALVADOR MEDINA BARAHONA

La muerte es una obsesión de la que difícilmente pueda librarme; salvo en la hora en la que ésta concrete su estocada artera, precisa, final, en el corazón del calendario; o salvo en los silencios de un aniversario olvidado en la tumba.

Es una obsesión que me persigue, la muerte. Que me impele a pronunciar y desgastar su nombre en la mayoría de los textos que escribo, como si borrar pudiera con ello la amenaza de su espectro fulminante y terrible. Y no se trata, por lo tanto, de una elección afectiva, sino de una realidad que late en cada instante en que mis ojos pueden observar la cuesta de los días, o dormir, providencial o provisionalmente, el sueño de su extinción.

La enfermedad es el escenario propicio para reflexionar en torno a este hecho natural, y cultural, que gravita como un siniestro heraldo del temor sobre las ondas de nuestro pensamiento; sobre el cuerpo emotivo, espiritual, almático, físico que somos.

Importa poco, a la mayoría, ser conscientes de aquella gravitación. Es decir, importa poco si la llegamos a comprender en procura de nuestro propio beneficio, de nuestra paz más honda. El miedo se yergue entonces como medida de nuestras limitaciones. Es el miedo como parálisis. Es el miedo magnificado en las razones y sinrazones de la enfermedad. Es el miedo que pesa, tensa e intensamente, sobre nosotros. Y nos hunde.

Me he aliado, en mis más recientes meditaciones, a la idea de que la vida es un morir viviendo: Una suerte de danza celebratoria rumbo a los territorios dudosos de la eternidad. Pienso que al nacer iniciamos la cuenta regresiva que nos sume sin demora en la muerte, segundo tras segundo; primero un dedo, luego un pie, más tarde ambas piernas, y así, hasta que completamos el ciclo del retorno. De modo que es ésta, la muerte, ¡oh maravilla!, celebrada en la afirmación de vivir. Porque la muerte es vida, como ya lo sabemos. Y la vida es muerte, como ya he dicho, y lo han dicho muchos otros antes que yo.

Si al abandonar el útero materno iniciamos la vida, el caminar; si colocamos, inocentes, nuestra primera huella en la larga sombra que habremos de ir esclareciendo con los años, podríamos afirmar, luego, que el inicio de la vida genera las virtudes para el ensayo cotidiano de la muerte.

Asumirlo con alegría, en un acto de celebración, nos abre una puerta hacia la posible plenitud. Asumirlo en alas de un aire pusilánime nos hace miserables, réprobos de nosotros mismos, y la ecuación cambia: Pasamos de un morir viviendo a un vivir muriendo; en el entendido de que esta última frase comporta una no-conciencia de lo que el pleno existir supone: Instante eterno de Luz, o marcha consciente hacia la Luz; manifestación máxima de la mirada en medio de la Sombra; aprovechamiento ilímite del Instante en que habitamos y Somos.

De suerte que, así, al margen de toda danza, veríamos nuestro ser y estar en el mundo, en el cosmos, como un vía crucis dentro de una noción de pesimismo; fuera de todo sentido trascendente.

La enfermedad es, vaya cosa obvia, la falta de salud. O el superávit de un caldo espiritual o corporal venenoso que atenta contra la noción de existencia plena. Somos deudores de la salud cada vez que la enfermedad cobra espacio en nuestro ser, o en el templo donde tiene su morada nuestro ser, si queremos hilar más fino en nuestras reflexiones.

Una forma de ir saldando esa deuda (¡forma que quiere conjugarse con los remedios médicos asignados a la curatela de nuestra patología!) es la reflexión, el ejercicio saludable del pensamiento, el sentir luminoso de la hora en que estamos cercados por las fieras de la mortalidad. Algunos lo llamarían curación sicosomática. La medicina lo sabe, pero se centra, sobre todo, en la logística de las radiografías, los escáneres, las instrucciones quirúrgicas al cuerpo abatido, los antibióticos por vía intravenosa, los analgésicos como diques de contención del dolor; ese dolor que es, a la par, mensajero e inhóspita morada.

A nosotros nos toca, auxiliados por la sonrisa y la empatía de las enfermeras, confiados en la eficiencia rigurosa de los doctores, rescatados por las llamadas entrañables de los familiares y amigos, y socorridos, en fin, por una negativa a rendirse ante las circunstancias; nos toca, decía, poner la logística de la autosalvación, oficiar en nosotros la sicología del no miedo, erguir el estandarte de la esperanza en cada pálpito que el corazón nos brinde.

He sido informado en mis lecturas de algunos maestros espirituales a los que respeto que el único miedo verdadero (peligroso adjetivo) es el miedo a la muerte. Pero, ¿es realmente justificado? ¿Nos sirve a la hora del dolor, de la soledad entre las paredes blancas, del encuentro con nosotros mismos? ¿No morimos viviendo? ¿No deberíamos morir viviendo incluso cuando hayamos excedido nuestra cuota de vida y puesto un pie en el umbral penumbroso de la muerte?

Pienso que cada uno de nosotros habrá de responderse estas preguntas según sean sus cercanías con lo ignoto; su estado de conciencia; su liasón con los postulados de eternidad, solo aprehensibles, dichos postulados, mediante los canales subjetivos del individuo, mal que les pese a los que, con buena intención o sin ella, han tratado de masificar, estandarizar, objetivar, si se quiere, los accesos al Todo.

Luego de la frialdad de los quirófanos, de la humedad de las lágrimas, de la compañía salmódica de los libros. Luego de la conexión entrañable con las voces queridas, deseosas de verlo a uno en pie. Luego de presenciar la agonía de unos organismos que atentaron contra la aventura de vivir; contra ese morir viviendo que es la vida. Luego de la espada minúscula abriendo surcos en la espalda y cercenando arterias dulces en el corazón. Luego de la incertidumbre oscura de los días y la clara certidumbre de las noches. Luego del frío y de las uvas y de la aparición cíclica del tiempo. Luego de las campanadas en la soledad de un cuarto, acentuada por la caída de la nieve y los abrazos avistados en las ventanas de los edificios contiguos. Luego de la palabra como reflexión, de la reflexión como hoguera, de la hoguera como ámbito sostenido por la ternura. Luego de llegar otra vez a la ensenada en que se prolongan los días en su difícil y más hermosa floración…

Luego… he escrito luego, he de llorar sin miedo, sin que me importe el tiempo, agradecido de todo y todos los que estuvieron allí, cercanos en la distancia; sus voces, una manifestación plural del Amor; sus palabras escritas, la mejor comuna secundando el crimen que cometí contra mis ansiedades.

He de asistir de nuevo al misterioso juego de vivir, con el velamen desplegado otra vez hacia los horizontes del deseo. El dolor en la palma de la mano. La poesía en los ojos. Mis labios en la espalda de la muerte.